Agustina no era muy alta. Un poco menos que el promedio de las niñas de su edad. Ya le decía
la abuela: “Los niños que no terminan la sopa se quedan chicos”.
Sus cabellos negros y lacios casi siempre formaban dos preciosas trenzas que con dedicación
la abuela y con atención Agustina, las tenían siempre bien peinadas y acomodadas sobre la
pequeña espalda y acariciando las sencillas ropas de la niña.
Su rostro, como el de casi todas las niñas, libre de preocupaciones con un par de ojos negros
brillantes como canicas y siempre inquisidores. Preguntaba de todo pero en la noche y antes
de dormir le decía a la abuela: “Dónde está mi mama?”
Apenas nacida, Agustina fue abandonada a un costado de la canasta de pan que la abuela tenía
sobre la acera al frente de su humilde tienda de pueblo. Un bulto pequeño envuelto en un
aguayo raido en el que destacaban los diseños de una comunidad distante como cinco días de
camino. Todos sabían que los aguayos son como marcas distintivas de comunidades que en
ellos expresan sus sueños, sus tragedias o su diario vivir entre aguas, animales y montañas.
La abuela siempre fue abuela. Viuda apenas dos años después de casada, encaneció de pronto.
Dicen que por la pena de haber perdido al único hombre que conoció en intimidad y con
quien, un poco por respeto y un poco por temor, se había “juntado”. Su piel estaba arrugada
no sólo por la edad sino por el clima frio y ventoso de Toro Toro y la espalda, la espalda
encorvada como si el peso de su tragedia personal y del duro trabajo de ama de casa, madre
obligada y pastora en sus años tiernos, se impusiera y la obligara a reverenciar a la vida y a
acompañarla de día y de noche.
Las dos mujeres, una entrada en años y la otra con sólo nueve, habían hecho un equipo
perfecto de deberes y tareas; mientras la pequeña alimentaba a las bulliciosas gallinas en el
patio, la abuela horneaba los panes sin levadura que vendía en su humilde tienda. Listas las
gallinas y los panes, lista debía estar Agustina para ir a la escuela y listo un pedazo de pan, un
pellizco de queso y media taza de café endulzado apenas.
“Lista?” preguntaba la abuela y Agustina sin responder salía de la casita rumbo a la escuela casi
brincando como cabra. Como cabrita salía y como tal volvía cerca al medio día si es que ese día
el profesor estaba sobrio y daba lección.
“La chicha me perjudica” decía el profesor si alguien lo cuestionaba al día siguiente de no
haber dado clases. “Era el rutuchy del hijito del compadre Alfonso y al pasar por su frente me
ha jalado para celebrar y de ay no he salido hasta ahorita” concluía el profesor cabizbajo por la
vergüenza.
Él llegó de Cochabamba con apenas 24 años y recién titulado como Maestro; los últimos
5 años en el pueblo le dieron el aspecto de un hombre de 40 porque no sólo la bebida lo
perjudicaba sino también la mala alimentación, el poco sueño y el aburrimiento que asociados
a un pena de amor le estropearon la facha. Alejandro supo esconder esa pena de amor entre
canas, arrugas y ojeras; cuando más borracho estaba la pena se escabullía por los ojos y sin
nombrarla se oía decir: “Por qué me hiciste eso si yo bien te quería” y allí terminaba por no
cometer la imprudencia de verse vulnerable. Pobre profe Alejandro!
El pueblo seguía siendo el mismo que resultó al día siguiente de la Revolución del 52. Sin los
patrones pero con la pobreza. Ella recorría las polvorientas callejuelas, giraba en las esquinas
donde a veces se acomodaba en la misma grada que el viejito que la gente llamaba “loquito”
sólo porque, mudo de nacimiento, apenas emitía sonidos casi irreproducibles cuando quería
comunicarse pero no lograba comunicación sino segregación; luego, la pobreza le jalaba los
techos a las casitas de barro y se hacía la loca pasando al frente de los hoteles que un día
cayeron al pueblo igual que los meteoros que le dieron tan fantástico paisaje; pero si había
algo que la espantaba , esos eran los “gringos”, de ellos se escondía y los miraba pasar con sus
elegantes ropas, sus cámaras fotográficas, sus lentes de sol y sus mochilas cada uno de ellos
con todos sus “animalitos”:cocodrilos, caballos, pumas y una caprichosa Serpiente.
Las tardes en el pueblo eran todas iguales. Agustina, después del mote con habas y papa
del almuerzo tenía que barrer el patio, la tienda y la acera, traer harina de la casa de la “tía”
Salustia aunque la casa era realmente de Fausto el molinero. “Puedes cargar la bolsa?”
preguntaba la “tía” y Agustina sin decir nada, como abrazando un tesoro se llevaba la bolsa
de harina cinco calles abajo y si eso no fuera poco luego tocaba traer agua del rio y esas eran
cinco cuadras arriba con dos baldes que una vez fueron de pintura.
Ya de noche y a la luz de un mechero, Agustina hacía la poca tarea que mandaba el profe
y barría la ceniza del horno de barro para que la awicha horneara el pan a la madrugada
siguiente. Antes de dormir la pregunta no podía faltar: “Dónde está mi mama?” y como
siempre la abuela evitaba la respuesta cabal y atinaba a decir con enfado: “Se ha ido”.
Quedaba sólo refugiarse entre los aguayos que le servían de frazadas y esperar que el día
trajera lo que ya le había traído el día anterior: lo mismo.
La ruta a la escuela estaba salpicada de lo que tanto llamaba la atención a los “caballeros”
que hablaban raro. Ellos se quedaban observando y escuchando lo que el guía de turismo les
contaba sobre las grandes bestias que un día caminaron por el lodo de los tiempos de antes.
Seguían preguntas, fotos y así caminaban cerro arriba con rumbo desconocido.
Agustina nunca antes se había imaginado cómo eran esas bestias hasta que un día, el profe
Alejandro le mostró la revista de la Muni que usaba como texto de estudio para hablar de esas
bestias: los dinosaurios.
Con susto al principio y con interés luego Agustina comprendió que hay personas que desde
muy lejos vienen para ver lo que los dinosaurios dejaron y luego de las fotos se van, cerro
arriba, más allá de las montañas.
Un día, el profe Ale no se presentó en la escuela y sin pensar mucho, Agustina quiso ver de
cerca las huellas de los dinosaurios. Quería meter sus pies pequeños en los huecos que tanta
fama le estaban dando al lugar porque más gente blanca llegaba a las “casas bonitas”. Ya había
visto los dibujos de la revista pero no podía imaginar el tamaño de cada uno de ellos. El que
estaba en el parque era grandísimo pero no era el más grande de todos.
Algunas huellas eran redondas, otras eran pequeñas, algunas no tenían una forma regular,
otras tenían “compañía” al lado o por detrás. Había “hartas” huellas por todo lado pero en
cierto punto y momento todas subían el cerro y se iban. Las huellas hacían que la imaginación
de Agustina volara y las horas volaron también. Ya era casi de noche: “ El agua, la harina, mi
almuercito” pensó Agustina y salió como disparada cuesta abajo.
Por más mala cara que pusiera la abuela, sus regaños no dolían. Estaba preocupada, no por la
harina y el agua que ella misma buscó a las cinco de la tarde sino, por la chiquita que nunca se
había retrasado después de acabar la escuela.
Recoger la ceniza, almuerzocena, cero tarea, coca para la abuela porque la espalda se quejaba
del trato injusto que le dió la awicha a las 5 de la tarde, cama y pregunta: “Dónde está mi
mama?”, respuesta y a dormir.
Durmió bien, las gallinas comieron, la ceniza en un rincón con toda su parentela, el horno frio,
olor a nada, no sonaba el candado de la puerta de la tienda, no había quesito y el café en el
suelo perfumando a la encorvada figura que ya no se movía más. De pronto la rutina había
muerto porque ya no se podía repetir más aunque quisiera. Ya se había ido, la awicha se la
llevó y Agustina llevó el sombrero de la abuela detrás de los vecinos, detrás de la caja, detrás
de los 9 años que juntas compartieron.
Le dijeron que el profe Ale tenía que volver a Cocha y que era mejor irse con él porque una
señora, conocida de los patrones, quería una chica para sirvienta. Le ofrecían un cuartito, la
comida y la tarde del domingo para lavar su ropa y tomar helado de canela en un parque bien
bonito cerca de la casona de los Galindo.
La vida le mostraba los dientes. Igualitos a los del bicho que estaba en el centro de la plaza del
pueblo. Se la quería comer porque si.
Los dinosaurios se habían ido. Su abuela se había ido. Su mamá se había ido. Ahora le tocaba
a ella irse y dando brincos como una cabrita recién nacida siguió las únicas huellas que todos
habían dejado. Cerro arriba. Más allá de las montañas. Agustina se fue.
Luis Carlos Palazuelos