23 mar 2011

LA SOPA


Pedir dinero en la calle no era lo más difícil para Ismicho. El arte de hacer
una carita triste, de insistir un poquito más con las señoras o con las
abuelitas, el quitarse el blanco casi marrón sombrero como muestra de
agradecimiento por la monedita, estaba dominado.

Para Ismicho lo difícil era comer la papa caliente que, en la ollita del
almuerzo, la mamá le reservaba a él. Ella se llevaría a la boca el ínfimo
pedazo de carne que flotaba entre pedazos de zanahoria y una cosa verde
difícil de adivinar pero que posiblemente era espinaca. La bebé sólo teta.

La papa, más grande que la boca de Ismicho, tampoco era el real
problema sino la temperatura casi hirviente con la que salía secuestrada,
con la cuchara o con la mano, de la ollita que media hora antes hacía fila
con otras tantas ollas en el comedor popular.

Si algo salía de la olla, nunca más volvía. Era un pecado dejar sobra de
nada! Cuando falta alimento todo es bienvenido para los flacos cuerpos
de aquellos que en la calle y de lunes a sábado, reciben como ración diaria
magro alimento. Sopa caliente o fría o algo.

La ollita

La bendita olla fue un dizque regalo de una señora; hacía frio y la familia
campesina se acomodaba por primera vez en unas gradas al frente de
la casas de Doña Sofía a quien se le ocurrió dar de comer a los recién
llegados. Buscó una ollita que, un poco estropeada, ya no se usaba en
su casa. La familia había crecido y las ollas ahora eran grandes para
abundante caldo, piezas de pollo, papas de todo color y sabor, zanahorias,
cebollas y negras y redondas pimientas de Cayena, ya que sin ellas, faltaba
sabor y picor.

Al mediodía y como Dios manda a los que tienen comida sobre su mesa,
salió Doña Sofía con la ollita del almuerzo. Iba rebosante de caldo para
aquella mujer campesina con bebé en brazos y mocoso de unos 6 años
revoloteando a su alrededor. Con un gesto digno y tímido la mujer

agradeció a Doña Sofía por este regalo de bienvenida.

Menos de cinco minutos fueron suficientes para dar cuenta con el caldo
y sus ingredientes. Sin poder lavar la ollita y con más vergüenza que al
recibirla, la humilde mujer tocó a la puerta de Doña Sofía para devolver
aquel utensilio y ésta sabiendo de las necesidades de los recién llegados
mendigos, se la obsequió más como quien se deshace de un estorbo que
como quien se sacrifica desprendiéndose de algo valioso.

Desde ese entonces, la ollita le sirve a la mamá para después de hacer
una fila de 60 personas, poder recibir tan importante contribución a su
supervivencia en el comedor popular.

Los domingos

Los domingos para Ismicho, su mamá y la bebé, no eran ni de guardar, ni
de descanso ni mucho menos de esparcimiento. La mayor preocupación
del domingo era la comida, Sólo una, soñar con tres imposible aunque
en la época de Navidad recibían tanto como para desayunar, almorzar y
cenar galletas de blanca cobertura con figuritas de extraterrestres, negros
queques llenos de pasas, almendras, miel y nueces.

El domingo no había comedor popular. Los curas y las monjas tenían
su día de descanso luego de la misa de 8 y las puertas le decían NO!
al mendigo desorientado, sin calendario, sin noción del tiempo. Los
mendigos son millonarios. Millonarios de largas horas de hambre, de
espera de unas monedas, millonarios de desprecio, millonarios de
incomprensión y millonarios de injusticia, la del clima que destruye sus
cultivos y los obliga a emigrar a lugares donde ni siquiera se pueden
comunicar porque pocos hablan su idioma.

Las monedas después de la misa y a la puerta del templo servían para
comprar lo necesario: pan, una lata de sardinas sumergidas y ahogadas en
salsa de tomate y en ocasiones especialísimas, maíz tostado como postre,
como merienda, como cena, como sea.

Los niños de la ciudad

Ismicho no se quejaba. La ciudad le mostraba, jamás le ofrecía porque
ni ella era capaz de mirarle a los ojos, suficiente entretenimiento: autos
de todo color y tamaño, hombres vestidos de todo color, no como él su
hermanita y su mamá que tenían la ropada pegada al cuerpo porque
siempre tenían puesto lo mismo y su marrón paisaje no cambiaba.

A Ismicho le atraía ver a niños como él, cargando bolsas llenas de
sorpresas: cuadernos, lápices, papeles de color y ante todo las mismísimas
bolsas con dibujos de seres raros con cabeza cuadrada, niñas bonitas
todas de rosa y hasta animalitos con fuego en la boca.

Lo que Ismicho no sabía era dónde iban los niños con esas bolsas. Muy
temprano en la mañana mamás, papás y niños pasaban corriendo. Ismicho
sospechó que debían ir a algún lugar muy lindo que no podían perderse
por eso las carreras decía él. Lo extraño y contradictorio era cuando la
misma gente volvía pasado el mediodía con caras de apaleados. Dónde
fueron que los dejó en tan mal estado? Se preguntaba este niño de
marrón con sombrero blanco marrón.

El sábado, el desfile no era el mismo. Los niños que pasaban se veían
tranquilos y los padres mucho más. Ya no corrían en la misma dirección
ahora todos era errantes y no habían bolsas. En cambio, el desfile, ponía
en manos de esos niños helados, globos, muchos de muchos colores,
autitos, autos y muchos con algo de esfuerzo cargaban autotes. Algunos,
los que iban rumbo a la plaza de los altos árboles, llevaban bicicletas.
Bicicletas como las que Ismicho conocía en su pueblo. Como las que
manejaban los grandes y los jóvenes, nunca los chiquitos.

Qué había cambiado en el pueblo de las casas altas que permitía a los
niños usar aquel medio de transporte tan exclusivo y reservado en el
pueblo de Ismicho? La respuesta era sencilla: unos billetes, de los que
jamás caían a su sombrero o al sombrero de la madre, que compraban
esos divertidos aparatos.

La diversión de Ismicho no pasaba de ver. Era como ir al cine, ver la
cartelera e imaginarse la película. Así es cuando no se puede comprar la
entrada. Al final, algo de diversión debe haber en ver la cartelera de las
películas que se exhiben y las que vienen.

Ahora, no había diversión. Ahora Ismicho tenía que comerse la papa
caliente apenas salida de la ollita que su madre había traído luego de 30
minutos de fila con otras tantas ollas en el comedor popular.

Luis Carlos Palazuelos