A Remigia los de la carnicería la llaman Remigio.
“Su voz era áspera aunque su mirada no raspaba/ y si andaba contenta …”,
pergeñó sobre ella ese cuajarón de poeta barrial que pernoctaba, cuando no llovía, en
la plaza. Llovizna descendía en el amanecer de aquel lunes cuando él la besó en uno
de los bancos, a poco de emplearse Remigia “en el petit hotel”, como ella misma había
pregonado, de los Scioli. Sin escrúpulos entreverábase. Con un tal Cristianno, repartidor
de volantes, llegó a aposentarse sobre la enorme frazada que desplegaran en una noche
de corte de luz, en la única obra en construcción abandonada de las inmediaciones.
Transcurrida buena parte de su existencia aparecióse con vincha en su casquete
reacio y un par de bolsas traslúcidas repletas de paquetes inestimables. Pronto fue
advertida por las calles con ropa zonza y nueva y el cabello recogido. Es muy alta
esta mujer y nada hermosa. Los omóplatos le sobresalen. Envuelta ahora en prendas
vistosas, siempre algún detalle sutil atempera tanta hirsuta contundencia: aritos de oro,
cinturón o hebilla, una fragancia. Fragancia con el nombre de pila de su mamá. Mamá
que falleciera veinticinco días antes de pisar entonces Remigia la estación Retiro.
Ella está al servicio de un matrimonio, el fruto del matrimonio y la tía del fruto.
Constituído éste por Arturito, “el débil”, muchachón ceceoso; Ignacio, modelo de
artistas plásticos y estudiante universitario con una carrera concluída; y Ernestina, quien
ya cuenta con intrascendentes diecinueve años. La tía realiza los quehaceres a la par
que Remigia, exceptuando las compras. Conversan. Remigia le confiesa sus románticas
propensiones.
Ella se cartea con su segundo padrastro, su primer amor. No, sin embargo, quien
la desflorara. Ése había sido Francisco César Richietti, ex–pugilista, medio mediano,
una alma serena, seductor parsimonioso, inolvidable (con su nariz arrasada), y por quien
atesora un embargante agradecimiento.
Está imaginándose cosas con Arturito. El que por las mañanas es distinguible
exánime. Descastado o devastado, a Remigia la enternece. La colmaría que Arturito se
entusiasmara con ella. Sabría cómo enardecerlo.
Así Remigia, mejora la ortografía con una maestra particular, come poco, es
pulcra, teme que su piel se aje. Usa anteojos para leer revistas, se solaza con Grandes
Valores del Tango (en especial, con Roberto Rufino), entre el cuatro y el siete de enero
tiene muy presentes a los Reyes Magos. Saludable: solamente caries y espasmos en los
dedos cuando hace frío seco. Nunca fumó, calza más de cuarenta, sueña que la sueñan,
y espera morir un día, sin apuro, y sin que ningún niño la vea.
Rolando Revagliatti