Allí estaba, contra el muro de la iglesia, como todos los domingos.
–¿Trajiste lo que te pedí?
–Sí –contesté mientras entregaba lo comprado.
Observó el campanario, entrecerró los ojos y comenzó a contar como si estuviera rezando:
–Al sol lo inventaron los griegos. Usaron una moneda de oro que transportaron al universo mediante un largavista invertido. La ubicaron lejos de la Tierra para que nos calentara sin quemarnos… El río es una serpiente de agua. Se encula conmigo cuando tomo mucho vino. A veces se vuelve loca y achata el cuerpo para inundar todo bajo el puente. Cuando se tranquiliza aprovecho para secar las pilchas… Los perros se muerden la cola porque no los dejan subir a la calesita. Tienen mucha curiosidad, quieren saber cómo es la cosa. Deberían girar más grande para no marearse…
Impaciente, miró hacia los costados para asegurarse de que nadie más lo escuchaba.
–Antes la luna era de barro. Los aztecas la pintaron con plumas de águilas gigantes que humedecieron en los volcanes de plata de Indonesia. No voy revelar el lugar exacto. No pienso avivar giles… Cuando dejen de perseguir a los árabes aprenderemos magia. Va a ser difícil que los agarren: tienen caballos veloces y son buenos jinetes. Si yo pudiera hacer magia, haría salir más el sol en invierno… Dios existe: se oculta en los campanarios de la iglesia. A veces me cuenta cosas. El otro día le pregunté si tenía novia y se enojó conmigo. Ahora somos amigos.
De repente me dio la espalda y abrió la bolsa con las compras para mirar lo que había en su interior. Fue agachándose contra el muro hasta ponerse en cuclillas. Tomó la tira de pan, le quitó la miga y la rellenó con fiambre.
–¿Entendés lo que te digo o hablo con la pared?
Con mordiscones feroces comenzó a desgarrar el pan, dejando entrever las hilachas de mortadela entre sus dientes renegridos. Finalmente abrió la gaseosa, hizo un buche y continuó:
–Tengo más secretos para contarte… En el kiosco del frente venden pastelitos –dijo con picardía.
Tomás Juárez Beltrán