12 mar 2011

TRATADO DEL QUERUBÍ

Mientras la lluvia caía y el arvejal indefenso y gozoso se quemó, y aún después, mis padres hablaban del casamiento, y ya era el mediodía en el oscuro hogar y se asaban bajo la lámpara los lirios del almuerzo, y mi padre hablaba del novio y de su torre atrás de la montaña que nunca habíamos visto, y de su prado y de su invicto arvejal y de sus abejares. Y de súbito, él empezó a andar, tras la ventana sus astas largas, azules. Mis doce aniversarios se refugiaron temblando en el halda de mi madre; y de pronto, él entró; los ojos le brillaban demasiado, hablaba un raro idioma del que, sin embargo, entendíamos; palabras como hojas de tártago trozadas por el viento, hongos saliendo de la tierra; mi nombre sonaba en sus labios de una manera alarmante. Subí a las habitaciones y las criadas, entre los roperos, hablaron de la boda como de algo pavoroso.
   Dos crepúsculos más tarde, llegó el notario, y puso mi nombre en el acta y el de él, y bajamos al jardín, y ya estaban las abuelas y las bisabuelas, y todos, y repartíamos el vino, y trajimos el instrumento extraño, el que tenía una sola cuerda y daba una sola palabra en un solo tono, y volvimos a beber vino, y las bisabuelas rezaban,  y después el sol se cayó atrás de los montes. Entonces, él me miró, y yo veía su rostro fijo en mí, sus largos cuernos adornados con azahares.
Marosa di Giorgio