El exceso de cerveza y las carcajadas de mi primo Javier, presagiaban un desenlace desteñido de la fiesta de Anita.
Junto a mis compañeros de colegio nos ubicamos frente a la pista de baile y desde allí hacíamos todo tipo de comentarios. Aturdido por tanta chacota, comencé a observar las figuras deformes que a través de las copas de cristal transpiradas, aparecían y desaparecían en el horizonte de la mesa. Finalmente detuve mi recorrido en el rostro de una muchacha de ojos achinados y sonrisa tímida: era flaquita, vestía solera de amplio escote y cubría sus hombros con un colorido mantón.
Ella ya había reparado en mí y mordisqueaba nerviosamente sus labios aparentando no darse cuenta de que yo también la observaba.
Presintiendo que le había caído en gracia, tomé coraje y me acerqué a su mesa para invitarla a bailar. Antes de hacerlo, acomodé mi prolija corbata, tosí sin necesidad y sonreí a un vecino imaginario…
Bailamos lentamente. Charles Aznavour cantaba “Venecia sin ti” y luego de varios giros inicié mi conquista.
La muchacha olía a lavanda y su piel era blanca y suave. Disimulando mis intenciones, poco a poco fui bajando mi mano por su espalda hasta tomarla de la cintura. Al hacerlo, mis dedos rozaron suavemente sus vértebras. Cada centímetro recorrido estuvo fríamente calculado; podía sentir cómo se le encrespaba la piel bajo mis manos…
Busqué la penumbra del salón y lentamente fui apretando su cuerpo contra el mío. La decisión fue acertada; no le quedó otra alternativa que rodear mis hombros con sus brazos.
Mientras bailaba, observé a mis compañeros: me miraban azorados y sólo Javier sonreía. Sin darles importancia les guiñé un ojo y apoyando mi cabeza en la de la muchacha, rocé su oreja con mis labios. Su pecho volvió a agitarse y por un instante me pareció que había logrado acalorarla: sus manos transpiraban y el calor le subía por el cuerpo.
Fue curioso. En uno de mis apretados giros, por la amplia escotadura de la espalda pude observar los elásticos deshilachados de su bombacha y esta distracción logró desconcentrarme. De inmediato retomé mi cometido y una vez más apreté su cuerpo contra el mío para intentar otras caricias atrevidas, más allá de la cintura…
Hasta ese momento todo había salido a la perfección, tal como me lo había indicado mi primo Javier. Entonces, como un torero, decidí dar la estocada final. Sin embargo, cuando mi rodilla intentó abrirse paso entre sus muslos, ocurrió lo inesperado: un sonoro cachetazo se incrustó en mi cara y quedé solo en el medio del salón, con la vergüenza desplazando a mi osadía, la hermana de Anita observándome indignada, y el imbécil de Javier riendo a carcajadas.