16 abr 2011

PICHIRILO


La fecha de su nacimiento es incierta.

Bastaron unas puntadas, un poco de goma de pegar,
suficiente relleno de algodón y varios pedazos de tela para
que fuera de los más guapos que se exponían en la vidriera
de la tienda de juguetes de la gran ciudad.

Cuando vio a la niña por primera vez algo muy extraño
sintió dentro de su relleno abdominal. Era una mezcla de
emoción y cariño que con el tiempo creció hasta convertirse
en el más grande de los sentimientos.

Su infancia fue de las más felices entre luchas con el oso
colorado, comiditas con la muñeca de rizos dorados y paseos
en el coche de cartón que más que coche era una caja de
galletas del convento de las hermanas Clarisas que quedó
vacía en el cumpleaños número 6 de su niña.

Su niña fue creciendo y los juegos se fueron haciendo menos
frecuentes pero siempre estuvo allí. De personaje principal a
decoración principal. En el escalafón de favoritos no estaba
mal sólo que a medida que fueron pasando los años, ya ni de
decoración lo consideraban.

Un día la familia encontró otro lugar para vivir en la ciudad.

La casa de campo se conservó y siguió siendo la casa de
Pichirilo sólo que más silenciosa, más oscura y menos alegre.

Las que sí eran alegres eran las vacaciones estivales porque
era cuando volvía la gente, volvía el bullicio, el olor a comida

casera bien temperada y la sonrisa de su niña. Pero luego del
verano, otra vez su residencia perdía el color y el barullo.

En el verano del año 2000, le dieron el lugar que merecía.
Sobre el sillón principal de la recámara de su niña, sentado
viendo al frente. Parecía como un rey en su trono. Desde ese
sillón el paisaje era amplio. Podía ver la cama, una silla, el
baño y la puerta cerrada del dormitorio.

La puerta cerrada, sin el seguro pero cerrada. Cuando se
abría y eso era siempre en el verano, y como si saliera el sol,
Pichirilo la veía a ella llegando a su dominio. Se alegraba
tanto que sentía lo mismo que le había oído a ella decir
cuando se enamoró por primera vez: como mariposas en la
panza.

Su niña era su razón de ser y aunque cada año la veía más
cambiada, su mirada y su sonrisa eran siempre las mismas y
para Pichirilo eso era suficiente.

Alguna vez y cuando ella vivió momentos tristes sintió
un abrazo un poco más fuerte que de los de antes y sin
proponérselo él mismo terminaba bañado en algo salado que
cubría su cabecita, su ropa a cuadros y sus flácidos brazos.

Su niña le llevaba esa llovizna que alguna vez fue torrencial
aguacero que salía de sus lindos ojos por culpa de un
hombre que no la supo comprender, valorar y ante todo
querer.

Tardaba poco en secarse y considerando que había nacido
sin piernas tardaba menos en componerse y sin ninguna
arruga. Pienso que es porque algo de sintético hay en él.

El misterio de sus piernas ha quedado muy escondido. Creo
que sería un muñeco muy útil para enseñar a los niños de
hoy que no todos somos iguales. Hay niños que no tienen
brazos o piernas, un ojo, mucho cabello o poco cabello,
algo nos distingue pero todo nos asemeja. La capacidad de
amar llega más allá de nuestras diferencias, lo mismo que el
perdón y la reconciliación y la sonrisa como la de su niña.
Como la sonrisa de él mismo que parece congelada pero
que en realidad es porque al ser un payaso la lleva como su
uniforme de trabajo.

Un día, temprano en la mañana, con los cabellos
desordenados, se levantó la niña para ir a la casa de Pichirilo.

Ella había decidido almacenar las cosas que ya no le servían
y que estorbaban en su departamento de la ciudad y no
encontró mejor lugar para guardarlas que en la casa de
campo donde el muñeco no tendría el menor reparo para
hacerse cargo de ellas.

Pichirilo tenía muy buena memoria. Sabía perfectamente
como sonaba el motor del automóvil de su niña y conocía el
tip tap de sus pisadas. Se dio cuenta que ella estaba llegando
y viendo desde la ventana de la habitación divisó al lado de
las cajas de cartón una roja maleta de viaje y su cabecita de
tela y algodón imaginó la playa. Luego pensó las montañas.
Segundos después pensó que podía ser un viaje más allá
de la frontera, más allá del mar. Se calmó, la agitación lo
hizo rodar desde la ventana hasta debajo del ropero. Allí se
reincorporó y se montó a su sillón.

Pensó que aquél día la niña había ido exclusivamente a
recogerlo. Que hace mucho tiempo no había sentido su
aliento cerca de su cara y que los abracitos que pronto le

daría le traerían muchos alegres recuerdos de hace muchos
años.

Salió el sol. La niña grande entró a la habitación. Lo levantó,
lo abrazó, giró y mejilla con mejilla, despuntó la sonrisa más
hermosa que tenía en los labios para posar frente a la cámara
fotográfica que sostenía un amigo que llegó con ella.

Pichirilo se sintió importante cuando le tomaron la foto.
Pensó que la foto era para su pasaporte.

Mientras la niña acomodaba las cajas que había traído desde
la ciudad, el payaso buscó un peine, lo pasó por la cabeza,
se sacudió un poco la ropa, encontró un pañuelo cerca
del sillón donde ha estado sentado por casi 30 años, puso
encima el peine, una revista de dibujitos para el viaje, el
pijama y un pedazo de turrón añejo de la navidad de 1993
que la niña olvidó en la mesa de noche, unas entradas viejas
del circo donde aparecen las fotos de su padre y de un tío
muy majo que le enseñó algunos trucos de magia, juntó todo
y con su mejor sonrisa espero que ella volteara a verlo y que
lo acomodara cuidadosamente dentro de la maleta roja para
emprender viaje.

Lo último que Pichirilo escuchó fue el portazo que dieron
al salir. Luego vino la noche y el silencio. Eso dice él, que
hubo silencio, pero yo sé que no era silencio; se oía un llanto
casi imperceptible, de resignación, de un poco más de lo de
siempre, de causa perdida. Quedó sentado junto a su dolor
pasando amargas horas hasta dormirse con la carita mojada.

Me dijo Pichirilo que extraña a la niña que se fue de viaje
y que la sigue queriendo igual que el día que se conocieron
cuando era aquella niña linda y cariñosa. La quiere igual a

pesar de haberlo dejado con tanta emoción de volver a estar
juntos recorriendo el mundo o aunque sea de un paseo por
la cuadra.

Allí quedó, peinadito, con su equipaje en un pañuelo que
encontró cerca del sillón donde ha estado sentado por casi
30 años.

Feliz viaje niña linda.

Luis Carlos Palazuelos