4 abr 2009

MIEL DE FEBRERO

“Me lleno de hormigas”, piensa, “y la mañana surge como un desafío”. Enseguida pasa revista a una serie de imágenes (agolpadas en su mente como recuerdos precisos): el atardecer sobre el río Paraná, la hilera de plátanos que hace más grande la calle principal del pueblo, la sombra de un camión cargado con bobinas de chapa, las pastillas de goma. Sabe que las hormigas traen la idea de algo dulce, intensamente dulce, aunque salta de la cama. Desbordante de alegría busca la complicidad de la ducha. El cabello renegrido y los ojos color miel tan cerca de las curvas que no se doblegan con facilidad; el agua la invita a presumir. Ahora la sed vuelve a su garganta como un puñado de arena caliente. Por años ha convivido con ese temible fantasma.
“Salir de una vez”, piensa, “para tener mi clase de yoga, acordar un turno con la señora que depila y preparar el almuerzo”.
Queda por unos minutos con la mente en blanco. Mira a su alrededor: la mujer ha partido llevándose los caminos del espejo. Las piernas hinchadas, el vientre como un sueño blando y torpe, todavía más difuso por las huellas de la insulina. Está sentada, como la mayor parte del día.
Imagina que cruza un puente vestida con un traje de amianto. Y debajo de la piel ese involuntario millón de hormigas.
- Eva, la reclaman –dice una muchacha delgada, remera azul francia y pantalón blanco-. Venga conmigo.
- ¿Te conozco? –le pregunta, disimulando el inconveniente de sus pasos lentos-. Debe hacer bastante que trabajás en este lugar…
La enfermera no contesta, segura de haber repetido “Tres años, Eva” infinidad de veces.
El hormigueo del mundo se le ocurre peligroso. Y se deja acompañar. Febrero estalla en la puerta.

Hugo Patuto