17 ago 2009

LAS INTRUSAS


Los hermanos Sandoval, Ramón y Martiniano, vivían en Balvanera, en los fondos de un galpón que usaban como depósito de repuestos de maquinarias. A la muerte de sus padres se hicieron cargo del negocio, sin descuidos ni desatenciones, y sin quitar tampoco mucho tiempo de sus tareas habituales: la noche, las mujeres, las pendencias.

Parcos, sin ser huraños, distribuían su tiempo entre la actividad obligada –atender el galpón- y sus afecciones de putañeros y pendencieros, ambas ejercitadas sin excesos, sino adecuadas a su condición de animales jóvenes.
No compartían ni se comentaban sus andanzas, pero todos sabían que enfrentarse con uno llevaba a encararse con el otro.

Frecuentaban el prostíbulo de la Colorada, llamada así no por el color de su cabello sino porque, dicen, alguna vez la vieron ruborizarse intensamente, nadie sabe cuando ni por qué.
Una pupila nueva, Deolinda, atraía por demás a Ramón, que pasaba mucho tiempo en el burdel, descuidando algo el depósito. Algunas indirectas de Martiniano originaron en los últimos escarceos duelísticos algunas aproximaciones peligrosas de los cuchillos.

Una mañana Ramón salió temprano. La noche anterior no había salido. Volvió al mediodía, con una mujer y una valija.
—Esta es Deolinda —dijo. —Se queda conmigo —Agregó.
Deolinda no perturbaba, hacía sus tareas en silencio, casi no trataba con Martiniano.
Era joven, activa, carnosa.

Paulatinamente la relación entre los hermanos se estaba poniendo tirante. Las opiniones adversas se expresaban principalmente clavando el cuchillo en la mesa. Era evidente que la presencia de Deolinda perturbaba a Martiniano.

Esa tarde Deolinda se despidió con un “Ahora vuelvo”. La mirada interrogante de Martiniano –no pudo evitarla- motivó de Ramón un “Fue a hacer un trámite”.
Volvió Deolinda, con otra mujer y una valija.
—Se llama Elvira —dijo. —Es mi hermana, viene a hacerme compañía.
Ramón agregó. —Si te interesa...
Elvira durmió unos días en la cocina. Al tercer día Martiniano le dijo:
—Agarrá tus cosas y venite a mi pieza.

La situación se había estabilizado, pero los Sandoval eran jóvenes y codiciosos. Cada uno curioseaba la relación del otro.

Ese día la hermanas secretearon seguido, lejos de los hombres. A la noche Elvira, después de lavar los platos, parada en la puerta de la pieza de Ramón, dijo:
—Con permiso, si no le molesta, —Luego de una pausa, agregó— la Deolinda va para lo de don Martiniano.
Ramón la miró, hizo una pausa larga. —Vení, acostate —decidió. Y masculló, entre inquieto y complacido: —Pucha con las intrusas, ya tomaron la manija.

El cambio de pareja se volvió una práctica frecuente. Las ocasiones eran siempre decisión de las mujeres, sin siquiera comentario de los hombres. Sólo una vez Ramón, incorregible, preguntó si no tenían otra hermana.

La muerte de Deolinda, una infección sorpresiva, fulminante, si bien sentida por todos, fue pausadamente asimilada. Elvira alternaba entre las camas, en ocasiones durante la misma noche. Vivían en familia.


La pendencia con los Linares –familia de guapos de cuidado- venía de lejos. Frecuentemente se encontraban, delegando en el cuchillo la resolución del problema. Había sangre, pero hasta ahora no hubo nadie a quién enterrar.
Un sobrino de los Linares, llegado hacía poco al barrio, quiso levantar su cotización en la familia. Una noche de tormentosas borracheras desafió a Ramón. Inexperto y arriesgado, una ominosa hoja en el pecho le reprobó el examen y lo mandó al cementerio.
Ramón envainó el cuchillo, saludó a los presentes y se encaminó a la casa. La humedad de los pastos, o algún presentimiento, hicieron estremecer a Ramón.
Los Linares lo alcanzaron cruzando el baldío. Entre varios lo desangraron por todo el cuerpo. El grito final, ·”¡A la puta, que me matan!”, avisó a Elvira, que terminó de despertar a Martiniano.
El combate fue infernal y desigual. Los Linares, con zarpazos de jauría, se lanzaban sobre las últimas energías de Martiniano.
Elvira, leona arrebatada, finalizó el duelo con el revólver que había traído en su valija. Como en un cuerpo a cuerpo, clavaba un balazo sobre quien alcanzaba con el caño del arma.
Un silencio de noche asustada corrió el telón. Ya era tarde para Martiniano

Elvira lavó y vistió los cuerpos, los acompañó a la fosa, los despidió, volvió a la casa, guardó las pertenencias de sus hombres, y se acostó a dormir en una cama que llevó a la cocina.
De permanente negro, mirada enclaustrada, siguió ocupándose de los intereses de la familia. No estaba muerta, sólo sin perspectivas ni ambiciones.

Cuando algún comedido le indicó que con su juventud y energía todavía podía tener esperanzas de una nueva familia, exclamó:
—¡Por favor!¿Dónde voy a encontrar dos maridos como ellos?

Carlos Adalberto Fernández
(de mi libro "Mundos orilleros") inspirado sacrilegamente en otro de J.L. En memoria