Cuando sonó el estruendo, no era el disparo, sino mi pecho que se había puesto de frente para recibir ese dolor punzante, que profundizó la grieta por donde debía desangrarme.
Parece mentira lo que hace un agujero para sacar afuera lo que sobra y que comprimía hace muchos años. Entonces sentí por primera vez espacio. El agujero me dejaba lugar para moverme, poner distancia, reconocer lo que faltaba. La compresión disfrazaba el vacio con necedad.
Emití un grito, un alarido que no se parecía a ninguna palabra, me desparramé en el suelo, nadie podía pararme. Descansar con la cabeza sobre la tierra, mirando al cielo, sin culpa, desmoronaba los castillos que había construido y que se venían abajo.
El reino estaba hecho añicos. Nunca fui una reina, ni vos un rey.
A veces me pregunto cómo una herida que desangra, nos resucita. La muerte es el reguardo de los cobardes y mi valentía desproporcionada, me lleva por la vida.
No, no me puedo morir acá. Ya me he muerto mil veces como en las películas y he regresado otras tantas a ese personaje. Quiero otro papel.
El agujero quedará abierto, por allí se irán las noches de desamor, el cálido refugio que nunca tuve. Mi fragilidad que se ha rasgado, pide a aullidos que termine esta historia, que sólo deja heridos en el camino.
Me voy con lo puesto.
Me voy con mi agujero. Después de todo lo siento una condecoración, aunque para otros sea simplemente un pozo que hay que tapar.
Ese espacio, me da la posibilidad de desplegarme, por ahí puedo revolotear y estirar mis alas comprimidas por el agotamiento.
Andaré con el hundimiento a cuestas, reflotaré a esa chica que reía, y sobre todas las cosas seré feliz.