16 feb 2011

HERMANOS


Se podría decir que eran de la misma cuna. Juntos llegaron. Uno pegadito al otro; lindos,
salidos de la misma “fábrica”, “paridos” al mismo tiempo y destinados a permanecer juntos a
lo largo de los años.

Su cuna un tanto fina les sirvió por varios años hasta que su paredes de cartón no soportaron
el trajín de acomodarlos todas las noches para cuidarlos de mejor manera.

Al principio compartían solamente las ocasiones especiales. Los domingos eran los días que
más los contentaban pues no sólo podían salir sino que además permanecían juntos, bien
puestos primero en la misa y luego para el almuerzo en la casa de los abuelos o los tíos o en la
propia casa cuando venían visitas.

A medida que pasó el tiempo, sus salidas se hacían más frecuentes pero ya no era para
las fechas especiales sino para cualquier día de la semana, para ir al trabajo y machacarlos
subiendo y bajando las empinadas calles de la ciudad de La Paz.

La ciudad ahora tenía más calles empedradas y el lodo cuando llovía o el polvo del seco
invierno comenzaban a darles respiro. Al regresar a la casa ya no era necesario frotar y pulir
antes de acomodarse entre otros al final de la jornada. Las frotadas y las pulidas eran enérgicas
y los desgastaban un poco.

Junto con las calles empedradas llegó el tranvía. Viajar en él era más cómodo. Era un descanso.
Menos cuadras para andar. Era un respiro pero sólo hasta que se aproximaban a las paradas
porque las paradas no eran paradas.

El tranvía solamente reducía la velocidad y no se detenía completamente. Esas paradas eran
diaria aventura cuando se acercaban a su destino y había que saltar. Uno primero y después
el otro para seguir corriendo un poco más por el impulso del armatoste de servicio público
que por la propia voluntad y luego la frenada apoyados siempre en los tacos que no podían
fallar para evitar salir descolados como les pasaba a otros que venían de talleres cercanos,
artesanales, de material barato.

El tranvía sería más tarde el gran protagonista de su tragedia. Fue en la mañana antes de
comenzar la jornada en la oficina. Costó treparse al armatoste de fierro y madera porque
salieron atrasados. Una vez acomodados entre muchos otros pasajeros las paradas se
fueron sucediendo hasta recorrer por El Prado, ahí mismo donde estaba la oficina. Los
minutos habían pasado más rápido que otros días, la tarjeta de ingreso ya no tendría los
acostumbrados números negros sino que ellos se teñirían de rojo con un signo negativo
delante y efectivamente el sino rojo se aproximaba. Sin sonar la campanilla que pedía la
parada y como quien salta a una piscina con suave acogida, Guillermo tomó una rápida
decisión y se empujó a la resbalosa calle.

Resbalaron y quedaron debajo del tranvía. Uno tuvo más suerte que el otro.

Ese día los hermanos no volvieron juntos. Uno había quedado tendido en el suelo a pocos
metros de Guillermo. En su superficie había rojas manchas y los camilleros no repararon en su

extravió porque después de semejante tragedia era en lo que menos se podía pensar.

Pasaron meses antes de salir a la calle. Las cosas ya no eran iguales. Perder a un hermano
no es trauma fácil de superar y mucho menos cuando el que viene a sustituirlo está hecho
de goma, es frío y “estirado” casi tieso. Fue difícil también para Guillermo que tuvo que
acostumbrarse a su prótesis y recordar lo que decía la tía María: “Nada en nuestro cuerpo nos
sobra. Todo está en la justa medida”. Por eso la pierna que le había cercenado el tranvía era
una de sus faltas. La otra: el zapato derecho que quedó botado en la calle.

El “zurdo” como lo llamaban los amigos quedó para siempre triste. Su hermano no volvería
más. Ahora ya no había par. Ahora era un zapato viejo que marchaba lentamente junto al
sustituto de goma.

Luis Carlos Palazuelo