Cati parecía una gatita normal. Como las otras gatitas pequeñas
sólo pensaba en jugar, saltar y tumbarse encima de su amiguita Lucy.
Doradita y regordeta, tenía unos ojazos redondos y vivarachos, y las
puntitas de sus orejas eran como dos terremotitos que nunca acababan de
quedarse quietos.
Pero si os fijáis bien, Cati no es una gatita normal, no. Cuando era
pequeñita, su amiguita Lucy la llevaba al parque para enseñársela
a sus amigos; ella se quedaba muy quietecita en su falda mirando a todas
partes hasta que, por fin, localizaba a aquellos pajaritos que, como
fuentecillas traviesas, no dejaban de cantar y piar alegrando las tardes
de aquel precioso mes de mayo.
Después, cuando se hacía de noche, toda la atención de Cati se
volcaba hacia la lámpara junto a la cual se sentaba su amiguita Lucy.
A su alrededor veía otros animalitos que no cesaban de volar en
pequeños y simpáticos saltitos, eran las mariposas.
Me gustaría tanto volar como ellas, se decía sin dejar de observar
sus ágiles maniobras. Y luego, una sensación de tristeza se
apoderaba de la pobre Cati, pues su mamá, al ver su admiración por
aquellos volanderos amiguitos, le repetía una y otra vez:
-¿Ves que son bonitos? Pues mucho más bonitos estarán entre tus
zarpas cuando seas mayor y las puedas cazar de un salto: a pesar de lo
pequeñitas que son, están sabrosísimas.
Cati, que era muy curiosa, como todos los pequeños, pasaba muchos
ratos en el patio aprendiendo de su mamá. Ésta se dedicaba, dando
ágiles saltos y volteretas, a la caza de las pequeñas mariposas
que osaban volar bajito. Incluso algún que otro pajarillo había
estado a punto de caer en sus garras.
Aquella noche, mientras dormitaba en la falda de Lucy, observó que
una mariposa, más descarada que la demás, se aproximaba tanto,
tanto, a su manita que, instintivamente dio un saltito para alcanzarla,
pero...
La pobre de Cati, todavía se está arrepintiendo de su locura. Con
torpeza de principiante, al caer de su atrevido salto, se resbaló e,
instintivamente, trató de agarrase a la manita de Lucy con tan mala
suerte que, de la punta de sus deditos, salieron unas cosas
pequeñitas y muy agudas que se clavaron en la mano de su amiga.
Cuando Cati observó que de un dedito de Lucy salían una gotitas de
sangre, se puso a lamerle la heridita para curársela. Lucy, que
comenzaba a llorar, se contuvo al ver el cariño con que Cati le
curaba su herida y la acarició suavemente.
-Pobre Cati. Ha sido sin querer, ¿verdad?
A partir de ese momento la gatita se prometió no volver a sacar nunca
jamás esas cositas que le salieron de los dedos, las uñas, le dijo
su mamá.
-Hija, nosotros, los gatos, tenemos necesidad de usarlas para poder
cazar los ratones y otros animales que pueden hacer daño a nuestros
amos...
-Entonces, los pajaritos no los tenemos que cazar –dijo,
esperanzada, Cati.
-Pero es que están tan sabrosos... –le respondió mamá gata.
Cati no se quedó muy convencida, con lo buenas que están las
sopitas de leche que le prepara su amiguita Lucy... Vaya, que seguro que
las sopitas de leche están muchísimo más sabrosas que los
pajaritos y que las mariposas, se dijo en un susurro.
Y además, los pájaros son muy simpáticos, y vuelan tan bien...
Cati se pasaba las horas mirando al cielo, y se extasiaba de tal manera
viendo volar a aquellos animalitos tan ágiles que llegó un momento
en que su gran deseo fue ser un pajarito más.
-Mamá, yo quiero ser pájaro –dijo Cati a mamá gata un
día que la vio contenta y con ganas de concederle sus caprichos de
gatita traviesa.
Y yo un tigre, hija –respondió mamá gata-. Tú está loca.
Gata has nacido y gata serás.
Pero Cati seguía pensando en su gran sueño. Ya se veía volando
por encima de los tejados saludando a mamá y a su amiga Lucy desde
allá arriba.
No acertaba a saber cómo se vería el parque desde allí. Se
imaginaba que aquella sería la visión más bonita de cuantas se
puedan tener. Y lo más divertido: cuando viniese corriendo un perro,
esperaría hasta tenerlo muy cerquita, muy cerquita, y entonces...
¡ale! ¡A volar!
-Je, je –se sonreía mientras imaginaba al perro en el suelo y con
tres palmos de narices...
Tendré que pensar en aprender a volar, se dijo. Cati estaba
convencida de que eso tenía que ser muy sencillo. Ya ves, se
decía, si lo hacen los pájaros, con lo pequeños que son...
Cuando se quedó solita en su capacho, muy despacio, como hacía
mamá gata cuando se aproximaba algún perro, fue acercándose a
la silla de Lucy, que era la más bajita de todas, e intentó
subirse a ella, pero no podía alcanzar el asiento a pesar de los
muchos saltos que dio.
-Es que como todavía no sé volar... –se conformó a sí
misma.
Comenzó a buscar hasta que encontró una caja de cartón en la
que su amiguita guardaba los secretos que sólo ellas dos sabían:
uno ovillo de color, un capuchón de un bolígrafo de color morado,
dos cartoncitos con dibujos de gatos...
La empujó con el hocico y comprobó que podía arrastrarla hasta
la silla. Así que pensado y hecho. Acercó la caja hasta la sillita
de Lucy, y de un par de saltitos, pum, a lo alto de la silla.
Cati, se acercó algo temerosa al borde, asomó su cabeza, miró
hacia abajo y allá, en el fondo, vio el suelo. Le pareció que
estaba más alta que nunca. Las manitas le temblaban de la emoción:
era su primer vuelo...
Sin pensárselo más Cati se lanzó al vacío... y se dio un
coscorrón con la pata de la silla. Pero la verdad es que no le
dolió mucho. Al fin y al cabo, fue mi primer vuelo, se consoló.
Después de lamerse una patita, decidió que, por ser el primer
día, había superado todas sus dificultades.
-Mañana seguiremos, Cati, se dijo.
Al día siguiente, muy tempranito, Cati ya estaba saltando y
festejando cada mirada, viniese de donde viniese. Estaba tan alegre y
festiva que la mamá de Lucy, mirando a mamá gata le dijo, no sin
cierto orgullo maternal:
-Hoy tenemos a Cati que parece unas castañuelas. Se nota que ya va
siendo una gatita independiente...
Y tan independiente... Si ellas supiesen de su aventura nocturna...
Pero cuando más felices se las prometía nuestra amiguita,
comenzaron los problemas.
-Lucy, antes de irte a jugar con tus amigas, sube a la azotea y le pones
comida a los canarios, que tu hermano tiene hoy muchas cosas que hacer y
no puede –dijo mamá.
-¿Me puedo subir a Cati, mamá?
-Bueno, pero ten cuidado que no se vaya a meter en la canariera...
Lucy cogió a su amiguita, la puso en el suelo y saltando los
escalones de dos en dos subió a la azotea seguida de Cati que, toda
ilusionada, pretendía, igualmente, "volar" escaleras arriba.
-¿Vamos Cati! Hoy vas a conocer de cerca los pájaros más
bonitos que hay.
Cati saltaba de alegría tras su amita y, dos escalones arriba, uno
abajo, siguió a Lucy sin dolerse de los coscorrones que, en su
alocada carrera, iba dándose en cada escalón.
Nada más abrir la puerta de la azotea Cati se topó de frente con
la pajarera más bonita que os podáis imaginar: amplia,
limpísima y de unos colores tan alegres...
Lo primero que hizo Cati fue buscar la puerta para entrar a saludar a
sus amiguitos quienes, al percibir su alocada presencia, comenzaron a
demostrar una intranquilidad tan bulliciosa que Cati creyó que era de
alegría...
-La casita de los pájaros no tiene puertas –dijo en un grito de
sorpresa y desilusión.
-Oye –preguntó la gatita al canario más valiente que, por
veterano y sabio, ni se molestó en alejarse de la gatita- ¿Por
dónde se entra en vuestra casita?
El canario miró a Cati entre sorprendido y asustado. ¿Habráse
visto gato más desvergonzado? Se preguntó el canario. ¿Pues no
quiere que sea yo quien le explique cómo se entra aquí?
-No querrás que te abra yo. O mejor, salgo y me meto en tu linda
boquita directamente ¿verdad, gracioso gatito?
Cati no acababa de comprender ese tono desvergonzado del viejo canario.
-Entonces... ¿vosotros no salís a pasear?
-Que te has creído tú eso -dijo el canario-. Mira chavala, aun
sabiendo que tú y los tuyos estáis al acecho, si supiésemos que
hay una forma de escapar de aquí, ¿te crees que íbamos a estar
encerrados nada más que para cantarle a nuestros amos? ¡Vamos
hombre!
-Entonces... ¿no podéis salir?
-Ni salir, ni entrar –contestó el canario.
Cati quedó muda por un momento. Observó a su ama y vio cómo
ésta movía un pequeño pestillito y, tras agitar las manos
enérgicamente para asustar a los pájaros, introdujo unas vasijitas
con comida para cerrar de nuevo la canariera.
Muy seria, bajó Cati de su primera expedición al terreno de los
pájaros.
En cuanto se encontró con su mamá se acercó muy cariñosa y
comenzó a rozarse con ella, metió su cabecita bajo el cuello de
mamá y, muy melosa, le dijo:
-Mamá, ya no quiero ser pájaro.
Mamá gata se volvió hacia Cati muy seria. Pensó que algo raro
debía de pasarle a esta chiquilla...
-¿Vaya, ya entraste en razón?
-Sí, mamá, es que he visto que todos los pajaritos de nuestra ama
están presos en la azotea. Y me dan tanta lástima...
-Y a mí me dan tanta hambre... –estuvo a punto de responder
mamá.
Pero se contuvo al ver la carita tan seria de Cati.
-Sí, Cati, no siempre pueden ser las cosas como nos gustaría que
fuesen. Todo tiene su lado bueno y su lado malo –sentenció
mamá gata.
-Si, mamá, pero como me dan tanta pena... Vaya, que yo prometo no
comer nunca jamás ni pájaros ni mariposas, son tan lindos cuando
vuelan libres.
Mamá gata calló y dejó a Cati con sus pensamientos. La gatita
se dedicó a vigilar las subidas y bajadas de todos los miembros de la
familia hasta que un día...
Cati, muy silenciosa, se coló entre los pies de su amita y
aprovechó un segundo para esconderse detrás de la chimenea. Cuando
se quedó sola, con un gran esfuerzo, logró gatear hasta el
pestillito que mantenía presos a sus amigos los canarios. Con su
boquita comenzó a empujar hasta que éste cedió y con un leve
chasquido, la puerta quedó entreabierta...
Cati, sabiendo que su presencia despertaba tanta desconfianza entre
aquellos nuevos amigos, se descolgó y, separándose de la entrada,
la dejó libre...
-Sed felices, amiguitos –dijo. Y se fue a su capacho.