28 ago 2010
ARCHIVO DE LOS OTROS
El Cuco se para junto al hombre que duerme y roba su sueño. Pasa de una alcoba a otra. Acumula sueños, tantos como quepan en su bolsa.
Es su antigua rutina, autoimpuesta, que completa lamentándose mientras revisa el botín.
Lamentarse es un proceso, lo conoce de memoria. Comienza al contar su tesoro y no puede evitar hacerlo con el mismo susurro que emplearía un glotón al elegir sus masas favoritas. Termina escribiendo la cifra final en un registro donde también detalla lo que observa al desplegarlos.
Los sueños robados huelen, para elegir cuál tomará en primer término se deja guiar por ese olor. Y accede al que lo atrae menos. Es su modo de jugar, su solitario de regla única: partir de las fantasías menores para llegar motivado a las visiones que abren camino, develan mundos, las visiones revolucionarias.
Todas las mañanas se propone quedarse quieto pero llega la noche y siempre lo vence la ansiedad, el miedo a la inmovilidad y el dolor que le produce la palabra siempre al recordarle su opuesta. Jamás. Jamás pudo generar sus propios sueños.
Todas las noches corre a buscar los ajenos.
Están cada vez más lejos.
patricia nasello
23 ago 2010
LOS JAZMINES TAMBIÉN PERFUMAN EN LA OSCURIDAD
autor: ANA MARÍA MANCEDA
El calor la asfixiaba. Desde el patio le llegaba el aroma de los jazmines del país,
penetrando y perfumando su piel. Se oía la estridente sinfonía que producía el croar de las ranas.
Corrió suavemente la cortina de encaje; la negra Tomi, como Rosarito la llamaba, cruzaba
su pesada silueta por entre las vasijas repletas de flores y esquivando diestramente el aljibe,
hacía equilibrio con una gran fuente repleta de pasteles que tenuemente brillaban de almíbar._
Seguramente los lleva para las habitaciones de la servidumbre, allí entre murmullos y suspicacias
sobre la vida de los patrones, entre risas pícaras y bebiendo chocolate o tés de yuyos humeantes,
vaciarían la bandeja, las muy diablas, pensó la joven.
La oscuridad iba cubriendo la ciudad, Rosarito apagó las velas del candelabro y con una
amplia capa negra se tapó el primoroso camisón de blancas puntillas que cubría su juvenil cuerpo.
Su pelo castaño quedó oculto bajo la capucha del abrigo. Salió sigilosa, la noche nublada presagiaba
lluvia, nada le importaba, su ilustre Tata estaría charlando y bebiendo licores con sus amigos en la
sala, dejando caer miradas lascivas sobre las caderas y pechos de las púberes esclavas. Su religiosa
madre rezaría el rosario, arrodillada ante el altar que dispuso en su cuarto, rogando por la bendición
de la virtud de su hija.
Se adentró por las calles barrosas, desoladas, apenas iluminadas. Sentía la libertad en su
cuerpo y en su alma. Salía a sentir la vida. Los olores eran más fuertes lejos de las rejas y los muros
de su poderosa familia. Las risas, el sonido de los tamboriles, reemplazaban a las tertulias de
intrigas políticas que predominaban en su casa. Quedaban en otro espacio, distantes, el sonido de
su piano, el aleteo de los abanico de las damas que tapaban el rubor ante un comentario indiscreto,
el rum-rum de las sedas y satenes, deslizándose por los brillantes baldosones.
Luego de andar unas cuadras, sintió unos pasos que se le aproximaban, su cuerpo se
estremeció, creyó desfallecer y se apoyó contra un viejo portal. Los pasos se acercaban, luego el
silencio. Todo era oscuro, pudo sentir el olor y la calidez de ese cuerpo tan deseado que a su vez
quedó impregnado del perfume a jazmines de la joven. Las blancas puntillas resaltaban aún más
entre las caricias de las oscuras manos de José. El torbellino sensual de los movimientos y las
quedas palabras amorosas fueron aquietando la pasión, de manera sutil regresó el silencio, solo
quedaba la débil vibración de las respiraciones entrecortadas.
El regreso fue escondido, ligero. La llovizna cómplice atenuaba el poco ruido que
producían los pasos juveniles. Ya dentro de la casa, al pasar por la habitación de la negra Tomi,
escuchó la música y las risas. No soportó dejar de compartir y sin dudarlo abrió la puerta y entró.
Las negras transformaron sus caras de alegría en las de terror, Rosario les hizo un gesto de silencio
con su dedo índice sobre su besada boca y un ademán como que sigan la fiesta y la fiesta siguió. La
niña tomó un pastel almibarado y lo comenzó a saborear plácidamente, mientras Tomi le alcanzaba
con sus morenas manos una taza de humeante té. Se miraron, Tomi le sonrió y Rosarito satisfecha
de tanto placer observó que la negra tenía la misma sonrisa que su hijo José.***
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