5 ene 2010

BREVE HISTORIA REAL DE DESENCUENTROS

Habían pasado catorce años, y cuando volvieron a verse no parecía que fueran mas de diez minutos…

Curioso es como la percepción del tiempo funciona en la limitada capacidad de los seres humanos, y el inmenso poder de adaptación de estos, olvidando todos los malos momentos vividos dejando solo lo que hace felices sus pobres existencias…

La suya desde luego no fue una historia fácil, ambos venían de familias desgajadas, y en diferentes formas, su infancia y juventud, habían sido difíciles de verdad.

Pero como decía Einstein, Dios juega a los dados con nosotros, y en esta partida al azar se habían encontrado, haciendo incluso que se quisieran mucho, no con ese amor que cuentan las películas donde los protagonistas oyen música de fondo cuando se dan el primer beso, ni como en los cuentos de hadas, a los que por otra parte ella era y aun es muy aficionada,(quizás aun espera que la rescaten de la torre del castillo). Pero su base era una amistad incomprensible para muchos y una gran complicidad.

Habian pasado catorce años…después de negarse ella cualquier pensamiento hacia el en ese tiempo de repente volvía a aquella primera vez que el estuvo en la cárcel (llevaban poco tiempo viviendo juntos , la hermana de el incluso la había dicho que entendería que ella lo abandonara…)De cómo habían inventado un lenguaje de señales para comunicarse todos los días el desde las ventanas de la cárcel de Carabanchel, y desde el parque cercano ella.

Las largas cartas que se escribían a diario para no sucumbir al dolor y la soledad de ambos aun estando próximas en el espacio…porque su casa estaba al otro lado del parque donde estaba la cárcel…

Cuando obtuvo la libertad,(seria largo contar porque estuvo un interminable año ) la alegría y la esperanza que no los había abandonado durante ese año, cobraron nuevas fuerzas, a partir de ese momento sus vidas cambiarían, al fin y al cabo aquella vez había sido por un delito menor cometido hacia ocho años , una locura de juventud inducida por el consumo de heroína.

Quemaron las cartas que se habían enviado en un ritual de purificación ,merecían que esto contra todo pronostico funcionara, y juntos contra la adversidad superarlo.

Se cambiaron a otra casa en la misma calle donde vivían, como pare del mismo ritual de purificación, y decidieron tener un hijo

En esta partida que Dios juega, los dados les dieron la espalda…

De alguna manera el destino elige a unos pocos para que sean el chivo expiatorio , y cuando su hijo apenas tenia siete meses volvieron a apresarlo por otro delito cometido al poco tiempo de el primero e inducido por las mismas razones, y según la dijeron cmo garantía de que iba a acudir al juicio que debía celebrarse en otra provincia .

…..seis meses, pasaron seis largos meses ya que suspendían el juicio al no trasladarlo a tiempo , después de un largo peregrinaje por todas las cárceles españolas, una se pregunta en estas ocasiones si no deberían encarcelar a los funcionarios judiciales por no cumplir con su obligación y no respetar siquiera los derechos fundamentales de una persona , no estuvo en el primer cumpleaños de su hijo…

Aun así, no era momento de rendirse , ahora tenían incluso mas razones para demostrar que merecían algo mejor, y ella compro con la ayuda de la hermana de el una casa en otra localidad, por el hijo de ambos romperían ese circulo vicioso y serian una familia .

Pero el destino elige a unos pocos para que paguen los pecados delos demás, y desde el mismo momento en que nacen ya están condenados….y volvió a pasar…quizás un Lunes cualquiera del mes de Febrero del año 1991…

Ella volvía de trabajar de una guardia y al ver a la madre de el , lo supo, normalmente era la madre de ella quien se quedaba los Domingos con el hijo de ambos para que el pudiera salir tranquilo los Lunes por la mañana para trabajar , mientras llegaba ella.

Y ella lo supo, porque era costumbre de su madre desaparecer cuando mas la necesitaba como ya contare en otras ocasiones.

Esta vez el delito por el que se le acusaba, (era inocente) había sido seis meses antes,¡¡¡’no era posible!!! Tenia que ser un error ¡!!! Seis meses antes el estaba preso esperando su traslado a las islas canarias que era donde se celebro el juicio por el que lo tuvieron dando vueltas en las cárceles de la península¡¡¡. El mundo se hundió bajo sus pies¡¡¡ era un error¡¡¡ , de poco sirvió que tratara de comunicarse con los medios de comunicación denunciando la situación en uno incluso ( el programa de Encarna Sánchez,ya fallecida ) se habían burlado de ella diciéndola que eso no era noticia …

Lógico que importaba el hecho de que ni siquiera la policía que lo había detenido lo creyese culpable, que importaba que fuera irregular la forma de su detención, que importaba que en el juicio declararan que quizás ellos se equivocaron , había un culpable¡¡ y eso era lo único que contaba, es posible que pasados los años alguien se rasgara las vestiduras , y en un reality show cualquiera denunciara la destrucción de tres seres anónimos que lo único que querían era vivir …si, quizás ahora seria noticia…

Estuvo cinco años en prisión… ella solo aguanto el primero, ambos en diferentes circunstancias estaban prisioneros…

Pasados dos años ella rehízo su vida, o al menos eso es lo que quería pensar, es difícil rehacer algo que no existe… conoció a alguien se caso y tuvo otro hijo…El por su parte la odio por dejarle, pero sobre todo porque para el era imprescindible que ella no lo considerara culpable.

Ella jamás quito sus fotos de los álbumes como el la reclamo en cierta ocasión, para no negarle al hijo de ambos el recuerdo de su padre al que siempre por cierto supo inocente, pero nunca mas volvió a mirarlas…

Cuando el salió de prisión ya derrotado se abandono completamente en manos de las drogas, tanto daba cocaína heroína o cualquier tipo de sustancia, ya había estado enganchado antes y lo había superado, solo que ya daba igual… ella como contaba rehízo su vida pero también como decía eso es lo que quería pensar, detrás hay una historia difícil de malos tratos físicos y síquicos, pero ella también estaba derrotada…

Un buen día, hace unos meses, el hijo de ambos decidió que quería conocer a su padre, y ella después de muchos titubeos lo llamo para comunicárselo, así fue como se produjo el reencuentro.

Ahora el estaba muy enfermo, sufría una cirrosis hepática producto de su adicción a las drogas y estaba a la espera de un trasplante de hígado

Se llamaban y se veían a diario, quizás de alguna manera en alguna parte de sus corazones conservaban la esperanza de que las cosas cambiasen, jamás hubo rencor entre ellos, no podía haberlo el cariño que sentían estaba por encima de todo eso, se lo merecían¡¡¡ habían pagado un alto precio por ello¡¡¡

El final de esta historia es que no había final, pero el murió, el día 13 de Octubre de 2005 se rindió, el trasplante no llego , sospecho que ni llegaría dadas las circunstancias por las que había enfermado, hasta para eso fue victima… el se llamaba Goyo, ella se llama Loly , dos días antes el la llamo y la dijo

HASTA LUEGO NIÑA¡¡¡¡¡ al menos esta vez si pudieron despedirse .

Tampoco estuvo en el 17 cumpleaños de su hijo….

HASTA LUEGO GOYO¡¡¡¡¡

loly loly

2 ene 2010

El Candelabro de plata



Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco.
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te venís conmigo –le dije.
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué dice usted, señor? ...
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba.
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
– Pero, ¿Como te enteraste de ellos?
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte:
–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor?
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste:
– Qué vergüenza, señor.
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño.
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo:
–Pero, ¿por qué señor, por qué...?
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda
su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora
solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos?
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije:
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente:
– Por eso.
– Quiere decir...
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:
– No te olvidaré mientras viva.
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

Abelardo Castillo
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Desde Ciudad Moreno, Provincia de Buenos Aires, Argentina
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