23 ago 2010

LOS JAZMINES TAMBIÉN PERFUMAN EN LA OSCURIDAD


autor: ANA MARÍA MANCEDA



El calor la asfixiaba. Desde el patio le llegaba el aroma de los jazmines del país,



penetrando y perfumando su piel. Se oía la estridente sinfonía que producía el croar de las ranas.



Corrió suavemente la cortina de encaje; la negra Tomi, como Rosarito la llamaba, cruzaba



su pesada silueta por entre las vasijas repletas de flores y esquivando diestramente el aljibe,



hacía equilibrio con una gran fuente repleta de pasteles que tenuemente brillaban de almíbar._



Seguramente los lleva para las habitaciones de la servidumbre, allí entre murmullos y suspicacias



sobre la vida de los patrones, entre risas pícaras y bebiendo chocolate o tés de yuyos humeantes,



vaciarían la bandeja, las muy diablas, pensó la joven.



La oscuridad iba cubriendo la ciudad, Rosarito apagó las velas del candelabro y con una



amplia capa negra se tapó el primoroso camisón de blancas puntillas que cubría su juvenil cuerpo.



Su pelo castaño quedó oculto bajo la capucha del abrigo. Salió sigilosa, la noche nublada presagiaba



lluvia, nada le importaba, su ilustre Tata estaría charlando y bebiendo licores con sus amigos en la



sala, dejando caer miradas lascivas sobre las caderas y pechos de las púberes esclavas. Su religiosa



madre rezaría el rosario, arrodillada ante el altar que dispuso en su cuarto, rogando por la bendición



de la virtud de su hija.



Se adentró por las calles barrosas, desoladas, apenas iluminadas. Sentía la libertad en su



cuerpo y en su alma. Salía a sentir la vida. Los olores eran más fuertes lejos de las rejas y los muros



de su poderosa familia. Las risas, el sonido de los tamboriles, reemplazaban a las tertulias de



intrigas políticas que predominaban en su casa. Quedaban en otro espacio, distantes, el sonido de



su piano, el aleteo de los abanico de las damas que tapaban el rubor ante un comentario indiscreto,



el rum-rum de las sedas y satenes, deslizándose por los brillantes baldosones.



Luego de andar unas cuadras, sintió unos pasos que se le aproximaban, su cuerpo se



estremeció, creyó desfallecer y se apoyó contra un viejo portal. Los pasos se acercaban, luego el



silencio. Todo era oscuro, pudo sentir el olor y la calidez de ese cuerpo tan deseado que a su vez



quedó impregnado del perfume a jazmines de la joven. Las blancas puntillas resaltaban aún más



entre las caricias de las oscuras manos de José. El torbellino sensual de los movimientos y las



quedas palabras amorosas fueron aquietando la pasión, de manera sutil regresó el silencio, solo



quedaba la débil vibración de las respiraciones entrecortadas.



El regreso fue escondido, ligero. La llovizna cómplice atenuaba el poco ruido que



producían los pasos juveniles. Ya dentro de la casa, al pasar por la habitación de la negra Tomi,



escuchó la música y las risas. No soportó dejar de compartir y sin dudarlo abrió la puerta y entró.



Las negras transformaron sus caras de alegría en las de terror, Rosario les hizo un gesto de silencio



con su dedo índice sobre su besada boca y un ademán como que sigan la fiesta y la fiesta siguió. La



niña tomó un pastel almibarado y lo comenzó a saborear plácidamente, mientras Tomi le alcanzaba



con sus morenas manos una taza de humeante té. Se miraron, Tomi le sonrió y Rosarito satisfecha



de tanto placer observó que la negra tenía la misma sonrisa que su hijo José.***