16 jun 2010
EL MÁS VIEJO DEL MUNDO
Ni siquiera los libros de magia, ni Borellus ni Paracelso ni Hermes
Trimegisto lograban conmoverlo. Ni el escarabajo azul convertido en
piedra por la mirada de una Gorgona, ni la ponzoñosa túnica en jirones
de la pérfida Deyanira (prudentemente encerrada en un frasco de
vidrio), ni el dodecaedro de pálido mármol que descansaba sobre un
pedestal de humo negro.
Un solo elemento acaparaba la atención del viejo coleccionista de
antigüedades: un singular objeto que lo desvelaba hasta privarlo casi
de la razón.
Sin embargo este objeto permanecía oculto en una hermética caja de
madera que decoraba su gabinete. Sabía de qué se trataba, pero
ignoraba su apariencia.
Sobre la caja se leía una inscripción, una nefasta inscripción incisa
en antiguos caracteres y descifrada por el anticuario: ”el que no
debe ser visto”. Auguraba además su destrucción en el caso de ser
abierta la caja.
El anciano imaginaba el objeto en cada uno de los hipotéticos
detalles, y lo deseaba intensamente. La fatal escritura atormentaba
su cerebro machacándolo a cada instante: “el que no debe ser visto”.
Siguió resistiendo la tentación de abrir la caja, hasta que una tarde
se decidió a destaparla, aun a riesgo de perder la fortuna
temerariamente invertida.
Con el enigma castigando sus ojos metió una fina hoja de acero en la
hendidura leñosa y durante toda la noche combatió sin descanso contra
el tenaz ensimismamiento de la caja. Al fin lo venció.
En su interior, envuelto en un grueso paño, yacía el objeto. Con una
mirada brutalmente sabia el anticuario pareció traspasar el espesor de
la tela. Con ágiles movimientos de experto la retiró y descubrió
tres envoltorios más, hechos con oscuros papeles de seda: uno doblado
hacia abajo, otro hacia arriba, y el tercero nuevamente hacia abajo.
Durante años los envoltorios habían preservado de la claridad al
objeto.
Se hizo entonces visible lo que tanto había deseado, y el
coleccionista supo entonces que no le habían mentido. Ceñido en un
antiguo marco de plata labrada resplandecía un espejo, el más viejo
del mundo.
Lo acarició con deleite mientras se contemplaba en él. Ninguna
superficie había reproducido con tal fidelidad de líneas sus rasgos.
Sólo unas esquirlas de luz delataron su enfermiza ambición en el
andamiaje sombrío de las pupilas. Y al comprobar la falta del
apocalíptico presagio el entusiasmo creció.
Acaso “el que no debía ser visto” se había reducido a cenizas… O
habría estallado en pedazos cubriéndolo de infortunio…O simplemente se
había escurrido de sus manos transformado en arena… La felicidad
permaneció todavía por unos segundos. Luego una mínima pero creciente
convexidad empezó a modificar la superficie pulida. Un
comportamiento anómalo en el agua del espejo la hizo subir hasta
desparramarse, hasta caer transformada en imágenes por sobre los
bordes del marco. Mientras el sorprendido anciano llevaba una de sus
manos a la boca y una gota plateada lo invadía con un inesperado
sabor metálico, delgadísimas láminas fluyeron de la profundidad del
espejo, inundaron el piso de la habitación, se arremolinaron en los
rincones, y ya libres buscaron la calle.
La imagen del rostro azorado del coleccionista había rebasado el
espejo. Un espejo repleto de figuras, un espejo harto de acumular, de
repetir, de ilustrar servilmente las formas de este mundo.
roberto angel merlo